“Me gusta todo lo que no tiene estilo: diccionarios,
fotografías, naturaleza, yo mismo y mis pinturas. (Porque estilo es violencia,
y yo no soy violento)”
Gerhard Richter
Este último verano viví dos
experiencias musicales que me impactaron profundamente, ambas provocadas por el
contacto y la observación de la naturaleza. La primera sucedió cuando iba
viajando por Cantabria, desde el pueblo de Fontibre al de Bárcena Mayor, y paré
mi coche a un lado de la carretera en el Puerto de Palomberas. El motivo
inicial de mi parada había sido las espectaculares vistas, con muchos caballos
y vacas pastando. Pero al bajar del coche comencé a escuchar una música
increíble que procedía de los cencerros colgados de los cuellos de esas vacas y
caballos. Las texturas sonoras que escuchaba eran absolutamente aleatorias e
indeterminadas. Además, creo que la acústica gestada en aquel lugar sería muy
difícil de igualar y ni siquiera de imitar. Enseguida pensé que se deberían
colocar sillas allí para que la gente pudiera sentarse y disfrutar de esa
maravillosa música y de esa espectacular sala de concierto natural. Hacía mucho
tiempo que no me sorprendía así escuchando música.
La
otra experiencia que me asombró poderosamente fue escuchar el “canto” de las
chicharras en los parques y bosques de la ciudad de Torrevieja, Alicante. La
espectacular música que crean estos insectos se origina básicamente a partir de
su instinto de procreación y preservación. Siguiendo estas premisas, y de
acuerdo con el entomólogo francés Jérôme
Sueur, los machos producen cuatro “canciones” principales: “canción de
llamada”, que atrae a los machos y hembras de la misma especie que están en un radio
distante; “canción de cortejo”, la cual atrae a las hembras en un radio
cercano; “canción de la rivalidad”, producida cuando dos machos pelean por la
mejor ubicación; y “canción de la angustia”, cuando un macho es capturado por
un depredador. Esta música se caracteriza por mínimas
variaciones de frecuencia y duración dentro de un continuo aparentemente
estático, bellísimas masas sonoras de ruidos de banda ancha, extensos procesos
graduales que generalmente notamos sus efectos y no el momento del origen del
cambio, etc. En algunos casos, muchas de estas variables están condicionadas
por la temperatura ambiente.
Sin embargo, creo que muchos de nosotros frecuentemente
pasamos por alto gran cantidad de experiencias de este tipo, que minan nuestra
vida cotidiana y que inconscientemente excluimos de nuestro foco de atención. Esos
aspectos del día a día que están debajo del umbral de nuestra percepción y que existen
en todos lados y en ningún lugar a la vez. Ellos eluden formas y estructuras,
son el sitio de una indeterminación y ambigüedad fundamental, y se nos presentan
ante nuestros sentidos con un estilo indefinido.
Estas dos experiencias me hicieron
reflexionar y compararlas con la producción musical habitual de otro tipo de
animal, que muchas veces se olvida de su condición y también pulula el mismo
medio natural que los otros, al cual cree controlar, y al que también muchas
veces ignora; estoy hablando del animal humano. Nosotros, los seres humanos, nos
sentamos a componer o a tocar un instrumento y de esa manera usualmente hacemos
música. Pero este acto consciente de generar música carga consigo todo nuestro
bagaje y formación musical, los cuales provocan una cierta estilización del resultado
sonoro que obtenemos. Tiempo atrás, a esta consumación de un estilo propio la
consideraba como un objetivo a lograr, pero actualmente se me plantea más bien
como un interrogante que como un logro.
En mi opinión, el estilo está asociado
con ideologías, reglas y conceptos adquiridos. Es la manifestación de las
teorías que el hombre elabora, es cultura e historia. También es significado,
el cual está vinculado con una escala de valores preestablecidos que muchas
veces impide ver la naturaleza misma de las cosas y la realidad que nos
circunda. Además, creo que el estilo es algo más bien estático, rígido y que no
permite el flujo natural de las cosas. Al observar la naturaleza, veo claramente
una falta de estilo, un constante cambio y mutación de sus componentes, un
diseño potentemente azaroso. Desde mi punto de vista, creo que deberíamos
encontrar en el arte formas que eludan este tipo de estilización y esta escala
de valores preestablecidos, medios que nos permitan ir más allá de nuestra
historia, teorías, cultura, recuerdos e imaginación.
En la naturaleza, las chicharras machos
producen música por medio de lo que se conoce como “timbalización”, movimiento
de una cutícula fina e irregular que poseen llamada timbal y que es accionada
por un músculo abdominal; mientras que las vacas lo hacen por medio del movimiento
de sus cuellos donde cuelgan los cencerros. Al contrario que el ser humano,
esta música se origina a partir de una actividad que ellos están realizando, ajena
a la música en sí misma, y sobre la cual focalizan su atención: responder al
instinto de procreación y preservación de la especie a través de sus diferentes
“canciones”, chicharras; y pastar, vacas y caballos. De esta forma, el producto
musical que ellos generan es ajeno o aledaño con relación a su atención,
focalización o “consciencia” y, por consiguiente, también es fortuito y sin
control por parte de quien lo crea - en este caso las chicharras, vacas y
caballos.
El ser humano también realiza este tipo
de comportamientos. El problema es que, al igual que con los animales
mencionados previamente, el resultado que obtenemos en esos casos normalmente no
lo consideramos música. O lo que es peor, la mayoría de las veces no notamos su
presencia, o si lo hacemos, enseguida lo situamos en un segundo plano que
inmediatamente dejamos de percibir, como siempre hacemos con cualquier ruido de
fondo.
Se me vienen a la cabeza algunas situaciones
de este tipo en las cuales los seres humanos estamos a menudo inmersos en
nuestro día a día. Por ejemplo, cuando la gente aficionada al fútbol va a los
estadios, originan interesantes masas sonoras aleatorias a partir de los cánticos
que generan para alentar a sus equipos. Esta acción de cantar para alentar a
sus equipos es su foco de atención, y por ende, la consecuencia sonora ocasionada
por esta actividad es habitualmente eliminada del campo perceptivo de quien la produce
debido a que se torna inconsciente por la falta de focalización sobre ella. De
hecho, el objetivo es otro: alentar a su equipo para que gane.
Otro caso en el cual creamos música a
partir de este tipo de procesos inconscientes es cualquier comida entre
familiares y/o amigos; y cuanto más numerosos sean éstos, más interesante será su
efecto musical. En este tipo de situación, el significado de las charlas y
discusiones, y la comida en sí normalmente acaparan nuestra atención. Los
sonidos de fondo de los cubiertos chocando contra los platos y otros tantos generados
por esta acción de comer pasan totalmente desapercibidos a nuestra consciencia,
así como el murmullo o ruido - “música” - del sonido de las palabras
superpuestas de los comensales.
Algo parecido también acontece en las
cafeterías y restaurantes que están llenos de gente, especialmente de los
países latinos, donde se habla generalmente en un tono más bien elevado de voz.
Allí surgen interesantes texturas indeterminadas y cambiantes como consecuencia
de los discursos superpuestos de cada persona. En este caso, todos están también
más concentrados en el significado del discurso producido por sus palabras individuales
que en el conjunto musical total surgido de ellas.
Otro ejemplo de este tipo se origina
cuando los músicos de una orquesta ensayan sus partes sobre el escenario, todos
juntos a la vez, inmediatamente antes de comenzar un concierto. En mi opinión, se
forman unas masas sonoras muy atractivas surgidas de la combinación aleatoria
del ensayo de las partes individuales de cada músico. Aunque cada una de ellas estén
llenas de estilo, derivado del compositor que las compuso y del propio bagaje
musical de cada intérprete, el producto musical grupal que ellos generan no lo
está. Y esto se debe porque su realización colectiva es inconsciente, ellos no
están preocupados por el resultado sonoro en común que provocan sino por el
ensayo de sus partes individuales, independientemente de lo que ocurra a nivel global.
Para terminar, estas dos experiencias
que mencioné al comienzo de este escrito me han hecho replantear la forma en
que el ser humano habitualmente produce música. Personalmente, creo que esta
manera de crear música está cargada de todo nuestro bagaje y formación musical,
los cuales están vinculados con una escala de valores preestablecidos y que
provocan una estilización del resultado sonoro obtenido. Para contrarestar
esto, pienso que una alternativa es intentar producir una música inconsciente
surgida a partir de una actividad o acción consciente que sea aledaña y que
esté ajena al producto musical generado. De esta manera obtendríamos eventos
sonoros indeterminados y resultados inesperados que desdibujen o evadan la
acción o existencia de su autor, y en consecuencia, su estilo. El artista
plástico alemán Gerhard Richter también decía esto, “Cuando no sabes lo que
estás haciendo, tampoco sabes lo que alterar o distorsionar.”
Sergio Bové
Diciembre 2014
Bibliografía
Gerhard Richter, “Text”
(Thames & Hudson, 2009).
Jérome Sueur,
“Audiospectographical analysis of cicada sound production: a catalogue” (http://sueur.jerome.perso.neuf.fr/)
Jérome Sueur, “Ambient
temperature and sound power of cicada calling songs” (http://sueur.jerome.perso.neuf.fr/)
John Cage, “Silence”
(Wesleyan University Press, 50th Anniversary Edition, 2011).
Margaret Iversen,
“Chance”, Documents of Contemporary Art (Whitechapel Gallery and The MIT Press,
2010).
Robert Irwin, “Seeing is
forgeting the name of the thing one sees” (University of California Press,
2008).
Stephen Johnstone, “The
everyday”, Documents of Contemporary Art (Whitechapel Gallery and The MIT
Press, 2008).